¿Alguna vez han escuchado que el placer únicamente es bueno cuando se lo busca bien? ¿Y que cuando el placer que se experimenta es consecuencia de un acto malo, ese placer es malo? Esta forma de mirar el placer es completamente opuesta a la que plantea el cristianismo y que encontramos en una auténtica filosofía cristiana o en la teología del cuerpo de san Juan Pablo II.

En qué consiste el maniqueísmo

La idea de que el placer es malo si se lo busca mal hunde sus raíces en una doctrina originada en el siglo III que se llamaba maniqueísmo. Esta doctrina se hizo pasar por cristiana, siendo en realidad fuertemente combatida por grandes santos como, por ejemplo, san Agustín.

El maniqueísmo reconoce que todo cuando existe puede ser de dos órdenes: material o espiritual. Sin embargo, plantea que todo lo material tendría su origen en una suerte de “dios malo”, y por lo tanto, sería malo. En cambio, lo espiritual tendría su origen en un “dios bueno”, y por lo tanto, sería bueno.

Maniqueísmo y sexualidad

Las ideas maniqueas llegan hasta nuestros tiempos camufladas como cristianas, y miran con sospecha todo lo material. Y en el campo de la sexualidad, despiertan desconfianza contra el cuerpo y contra todo lo que brote de él.

Por ejemplo, desde una postura maniquea, se puede plantear que el único fin de la intimidad sexual es la reproducción, y que el placer que se experimenta en ella sería una suerte de “mal necesario” que habría que padecer en dicho acto. O también, se busca ver el amor como algo “puramente espiritual” que debería prescindir en la medida de lo posible del cuerpo. Y así, si la pareja reza junta, está bien. Pero si también disfruta de los besos o los abrazos, parecería que toma un camino peligroso.

La mirada cristiana sobre la sexualidad

Es importante tener en cuenta que un error en las premisas inevitablemente va a llevar a una conclusión también errada. Y eso es lo que le ocurre al maniqueísmo cuando considera que lo material tiene su origen en un principio malo. Si lo material es malo, el placer físico también debe serlo.

En cambio, desde la perspectiva cristiana, vemos que todo cuanto existe —tanto lo espiritual cuanto lo material— es bueno porque ha sido creado por Dios. Dado que Dios lo ha creado, Dios quiere que exista, y el que Dios lo quiera hace que sea bueno. Si Dios no quisiera algo —sería malo en sí mismo— eso, simplemente, no existiría.

La bondad intrínseca de la creación —espiritual y material— es una idea que está en el corazón de la filosofía cristiana, y ha sido defendida por grandes pensadores cristianos, como san Agustín y santo Tomás de Aquino. Es también uno de los pilares sobre los que se sostiene la Teología del Cuerpo de san Juan Pablo II.

El placer es bueno

A partir de esto, podemos ver que no sólo el alma del ser humano es algo bueno, sino también su cuerpo, y todos los bienes de la sexualidad que vienen a nosotros a través de él, incluido el placer. Desde esta perspectiva, el placer es algo bueno porque es algo creado por Dios y, en consecuencia, querido por Él. De hecho, es Él quien lo ha puesto a disposición de la pareja para fortalecer el amor matrimonial y facilitar que ese amor fructifique en los hijos.

Frente a esto, uno podría preguntar, ¿pero qué pasa cuando este placer es buscado de manera desordenada, es decir, a través de una mala acción? Bueno, en este caso, lo malo es la acción realizada, pero no el placer que se ha obtenido de ella.

Un acto malo no hace que el placer sea malo

Para verlo con un ejemplo más concreto, si uno quiere comer un helado, puede robarlo o comprarlo. Sin embargo, el hecho de robarlo no cambia la naturaleza del helado, ni mucho menos el placer que se experimenta al comerlo. Que la acción realizada para obtener el helado sea mala no hace malo el helado.

Esta distinción es muy importante porque, al igual que ocurre con la sexualidad, el placer que se experimenta al comer un helado comprado y robado es el mismo. Es decir, si uno saborea un helado comprado y uno robado sin que le digan cuál es cuál, no podría sentir la diferencia. Y si uno asocia la culpabilidad no sólo a la acción mala realizada para obtener el helado, sino también al placer experimentado al comerlo, uno va a seguir sintiéndose culpable también al sentir el placer que le genere comer un helado que ha sido obtenido mediante una buena acción.

Lo esencial entonces es lo siguiente: todo lo que existe, por el solo hecho de existir, es bueno, y también el placer. Y desde una perspectiva moral, lo que puede ser malo son las acciones que uno realiza para obtenerlo; pero estas acciones no hacen que el placer experimentado, en sí mismo, deje de ser algo bueno.

¿Cuál es entonces el sentido del placer para el cristiano?

Santo Tomás de Aquino señala que de los placeres físicos que experimentamos en nuestra vida, son dos los que sin lugar a dudas llevan la delantera: el placer relativo a los alimentos y el placer sexual. Pero aclara de inmediato que, de entre ambos, es el placer sexual el que de manera indiscutible se lleva el primer lugar. ¿Por qué es así?

Para santo Tomás, algo me genera más atracción en cuanto que es fuente de mayor perfección. De ahí que el hecho de que el placer relativo a los alimentos y el placer sexual sean los más atractivos a nivel físico se debe a que constituyen una gran fuente de perfección a ese nivel. ¿Cuál es esa perfección que me pueden aportar? La continuidad de la vida, tanto personal (alimento) como la del género humano (placer sexual). Y el hecho de que el placer sexual sea mayor se debe a que el bien de la especie es superior al bien del individuo.

Karol Wojtyla —quién se convertiría en Juan Pablo II— da un paso más. Dice que la razón por la que el placer sexual es más intenso a nivel físico es que ayuda a que el hombre realice aquello que le aporta su mayor perfección: amar. De hecho, considera que el placer sexual no tiene su finalidad en sí mismo, sino que es un medio para el amor.

La mirada de Tomás y la de Wojtyla son complementarias y nos permiten plantear dos conclusiones. La primera es que el placer sexual es algo muy bueno. La segunda, que no debe ser buscado por sí mismo. Si lo busco por sí mismo, lo distorsiono, pues aquello que le da su sentido pleno es su ordenación al amor.

La ordenación del placer al amor supone un equilibrio. Como todo equilibrio en materia moral, se trata de un punto medio entre dos excesos. El primero es el hedonismo: la búsqueda del placer por el placer mismo. Esta postura se centra en el valor positivo del placer sexual —el placer es algo muy bueno—, pero desconoce su carácter de medio. Lo que llena al hombre es el amor, no el placer. Separado del amor, el placer satura, pero no llena. En el fondo, te deja vacío.

El segundo exceso es el rigorismo, que considera al placer como un mal necesario que acompaña la procreación. Esta mirada no sólo introduce un criterio utilitario en la relación —la otra persona es un medio para procrear—, sino que priva a las relaciones humanas de su humanidad. Esta postura se centra en uno de los fines a los que tiende el placer —la procreación, la cual a su vez se desdibuja si se la disocia del amor— y se olvida de que el placer no sólo es algo bueno, sino algo muy bueno para el hombre. De hecho, se trata de un complemento muy importante de la vida matrimonial.

Podemos dar un paso más y plantear lo que en palabras de Wojtyla constituye la interpretación religiosa del placer sexual. ¿En qué consiste ésta? En que la bondad del placer sexual radica también en que se trata de un medio que ayuda a que el hombre se inserte en la dinámica creadora de Dios. Dios crea, pero asocia al hombre a su obra creadora haciendo de él una suerte de co-creador. Y en el revestimiento de esta dignidad que Dios concede al hombre entra en juego el placer; por supuesto, situado en su ámbito propio, que es el amor.